UN INVIERNO DE PÁNICO
CON VISTAS AL MAR
(El miedo a la muerte)
TANATOFOBIA: temor irracional a aceptar el cese de la vida.
Habitualmente, el trasiego cotidiano nos ahorra la reflexión. No tenemos tiempo, ni ganas, de centrar nuestra atención más allá de lo inmediato. Ésta es la razón fundamental por la que la muerte no acostumbra a estar presente en la vida cotidiana. Paradójicamente, el conocimiento de la muerte sólo se hace efectivo cuando vivimos plenamente, por ejemplo, a través de un proceso de autoconocimiento. El ocio que nos permite este contacto íntimo con nosotros mismos acostumbra a ir acompañado de malos presagios: "El hombre está hecho a medida de la muerte, hasta tal punto que, lejos de sucumbir al espanto, es la visión del espanto la que le libera", escribe Bataille.
El interdicto que pesa sobre la muerte nació en el siglo XVIII: "La antigua actitud por la que la muerte es una cosa familiar, próxima y atenuada, indiferente, se opone sobremanera a la nuestra, temerosa de la muerte, hasta el punto de que no nos atrevemos a pronunciar su nombre". Este pánico por todo lo que esté relacionado con el óbito, se puede constatar también en el ritual del american way of death: la gente cada vez muere más en los hospitales, en contraposición a la costumbre clásica de morir en casa, quizás a causa de un deseo "higienista" que intenta evitar el contacto con el séquito de la muerte: el olor, la presencia del despojo, la expresión del dolor... En las clínicas los médicos y las enfermeras ocultan todo lo que pueden, tanto al interesado como a la familia, la realidad del óbito, hasta el último momento, para evitarse el contacto con las lamentaciones y la expresión de las emociones de los parientes o la conocida rabieta de rebeldía del enfermo. Muchos enfermos mueren de cara a la pared como el que no quiere encarar la presencia insoslayable de la última realidad. La costumbre creciente de la incineración del cadáver expresa el deseo de negar la propia existencia para siempre del traspaso.
La reciente generalización de la reivindicación de una "muerte dulce" (la eutanasia) se puede interpretar como la última frontera del miedo a la muerte al representar una huida hacia delante frente a la inminencia de un encuentro ante un poder que va mucho más allá de nuestra subjetividad. Como dice Lipovetsky: "Una manifestación ejemplar del individuo-rey". La muerte ha sustituido al sexo como uno de los grandes tabúes de la modernidad.
Hasta aquí el discurso es más o menos conocido. Pero si es verdad que el sexo y la muerte, respectiva y consecutivamente, han sido los dos grandes tabúes de la modernidad, no lo es menos que, y esto ya no es tan observado, tenemos que agradecer a la comunidad homosexual que haya descubierto el velo de fetichismo que cubría estas dos realidades. Los homosexuales se han convertido en la vanguardia del proceso de "racionalización" contemporáneo de la sexualidad. Quizás a causa del efecto de minimización de los riesgos y optimización de los beneficios que implica la organización de cualquier actividad clandestina, la comunidad homosexual nos ha enseñado cómo multiplicar el deseo, la distinción entre procreación y sexualidad, la plasticidad y especialización de la práctica sexual o la expresión, sin subterfugios del apetito erótico. Pero yo creo que no se ha detenido aquí su magisterio al enseñarnos a vivir, ya que actualmente están determinando también un positivo cambio de actitud respecto a la muerte.
En un primer momento el flagelo del sida afectó sobre todo a los homosexuales. Las primeras noticias de esta enfermedad llegan de los Estados Unidos a comienzos de la década de los ochenta, como constata Guibert en su novela “Al amigo que no me salvó la vida”: "Fue Bilí el primero que me habló de la famosa enfermedad, hacia 1981". Como consecuencia del despliegue de esta epidemia de "muerte anunciada" un gran número de personas, homosexuales en un primer momento, se ven abocados a enfrentarse al final de la vida sin subterfugio de inmediatez que implicaban las otras maneras de morir actuales: la carretera o los ataques de corazón. "Es cierto -escribe Guibert respecto al sida- que yo descubría alguna cosa suave y cautivadora en su atrocidad; era, por descontado, una enfermedad inexorable, pero no fulminante, una enfermedad de niveles, una escalera muy larga que conducía evidentemente a la muerte, pero en la que cada escalón representaba un aprendizaje inigualable; se trataba de una enfermedad que daba tiempo a morir, y que le daba a la muerte tiempo para vivir, tiempo para descubrir el tiempo, y para descubrir finalmente la vida, era en cierta medida una genial invención moderna que nos habían transmitido los monos verdes de África."
La vida en suspenso no es una verdadera vida. Una vida en suspenso es como la ausencia de vida, o sea, la incapacidad de vivir y de morir, ya que para morir se ha de vivir. El que no vive, demuestra de esta manera su incapacidad para morir. El simulacro de la vida se convierte, en definitiva, en una grosera representación de la muerte, mientras que la muerte puede representar una experiencia muy semejante a la vida.
Sólo se puede morir si se ha vivido. Y para vivir se ha de gozar, festejar, desear, buscar, esforzarse... Solamente los que demuestren esta convicción serán capaces de huir de la rueda de las reencarnaciones de la indiferencia. Pero es por ello que morir, al menos en cierta medida, significa salvar la vida.
Sólo se puede morir si se ha vivido. Y para vivir se ha de gozar, festejar, desear, buscar, esforzarse... Solamente los que demuestren esta convicción serán capaces de huir de la rueda de las reencarnaciones de la indiferencia. Pero es por ello que morir, al menos en cierta medida, significa salvar la vida.
La intensidad literaria de la agonía de Hervé Guibert no hace otra cosa que corroborar esta idea. Su tozudez por desentrañar hasta el último momento los entresijos de sus postrimerías manifiestan unas ganas de vivir difícilmente comprensibles para todos los que no viven ni mueren. Su testimonio gráfico y escrito de las conversaciones con el médico, los masajes en su casa, el ritual de la medicación, las frecuentes visitas al lavabo, la correspondencia, los últimos viajes, expresados en la obra citada y en la continuación de ésta, demuestran la intensidad de su vida y también el encaramiento del estigma mortal cercano que la presidía.
Pero, a estas alturas, todos tenemos "un amigo que nos ha salvado la vida" gracias a su manera de mirar fijamente el brillo de los ojos de la nada. Muchos recordamos la cara enjuta y desencajada de alguien, los ojos turbios, participando en una fiesta, poco antes de ingresar irremisiblemente en el hospital. Sus ganas de guasa y el coraje que demostró al luchar contra el surco de una enfermedad que había desfigurado su rostro y que le acabaría acompañando hasta el abismo del vacío, es el último argumento que quiero proponer. Es así como la muerte representa también el descubrimiento de la alteridad. La muerte aparece como un acontecimiento que supera con mucho al sujeto. Es la última frontera del individualismo solipsista que caracteriza a nuestra sociedad. Sólo un ser que ha llegado a la relación con la muerte tiene la posibilidad de establecer una auténtica relación con el otro.
Un clásico latino afirmaba que no se ha de desear la muerte, pero que tampoco se ha de temer el último día, sobre todo si has vivido tu vida consiguiendo deshacerte de ciertos prejuicios. La muerte es una nota más en la cadencia abrumadora de la existencia. Para morir se tiene que vivir, y no se puede vivir sin morir. Vivir a plazos nos condena a morir a crédito. Y es de esta manera también como ciertos desenlaces son toda una lección de vida.
La muerte es un cabezudo sin color en las mejillas con un carné de baile repleto en el que está impreso nuestro nombre. Pero quien pierde el miedo a la vida pierde también el temor a la muerte. Vivir, ser feliz, paradójicamente, es aprender a no recelar de esta evidencia. El resto es bobería, temeridad o historia de la medicina.
Mientras las religiones de la salvación intentan continuar negando la evidencia de la muerte a través de su afirmación como "traspaso", muy pocos hombres se han dedicado a pensar en la dimensión real del final al que está abocada cualquier criatura viva. Sócrates, el padre fundador de la filosofía, y entre muchas otras cosas también un homosexual, forma parte de esta inmensa minoría.
Sócrates fue uno de los primeros que afrontó la muerte sin ningún tipo de esperanza sobrenatural pese a que era "creyente". No es que niegue la inmortalidad como se reconoce en la Apología, pero no hace ni deja de hacer nada por la muerte. Su indiferencia, sin embargo, es muy diferente de la nuestra. Nuestra desatención nace del miedo, mientras que su apatía es directamente provocada por la sabiduría. La indiferencia de Sócrates es una propuesta ética práctica ante la inevitabilidad de la muerte. En este sentido, Sócrates es un verdadero Jesucristo o Buda fundador de una nueva religión. Bebió la cicuta "con tanta naturalidad -escribe Jankélévitch- como el vino del banquete". Dejémonos llevar por la descripción platónica de esta imperturbabilidad en el Fedón: "Comenzó a bañarse diciendo que ahorraría a las mujeres el trabajo de limpiar los restos mortales [...] demostrando en todo momento una gran serenidad, ya preparado para recibir a la muerte, sus últimas palabras fueron: "Oh Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda, y no la paséis por alto"". Este último comentario ridículo y terrible, que tanto repugnaba a Nietzsche, evidencia con su carácter doméstico la ausencia de pretensiones del sabio. Pese a que su muerte es heroica, no pasa lo mismo con su pensamiento. Nada más lejos de la mitificación schopenhaueriana de la muerte, del deleite pascaliano o la angustia sartriana. La serenidad de Sócrates se cimenta en el civismo, la política, la ética, una filosofía cotidiana que tenemos que recuperar para no morir, pero sobre todo para aprender a vivir: "Lo que hay que poner por encima de todo no es vivir, sino el buen vivir". El maestro de Platón nos demuestra que "filosofar no es nada más que prepararse para la muerte", como escribió Montaigne.
"No sabes nada de la vida. ¿Qué puedes saber de la muerte?", se pregunta Sócrates. "Lo único que el espíritu puede medir -escribe Morin-, juzgar, corregir, es la insensata actitud del hombre ante la incertidumbre de la muerte." Su propuesta es, como antes sucedía con el sexo, una conducta racional que nos aleje de la angustia y el temor de su presencia. Por primera vez nos hallamos con que el "yo" consciente es capaz de contemplar la muerte y no temblar.
Pero esta propuesta racional ante el reinado de la muerte no es suficiente, porque, como dice Freud, el instinto de destrucción se oculta en un lago bajo el "yo" consciente: el ello. Una determinante y perversa fuerza que nos condena al mal. El "yo" es como la afirmación de la conciencia individual, mientras que el ello es el recuerdo de nuestro pasado animal.
No está claro, exactamente, qué papel juegan tanto el "yo" como el ello en la expresión de esta pulsión de muerte. La preponderancia del ello nos puede condenar a una presencia obsesiva de la muerte y amargarnos la vida, si se me permite la expresión. Pero las astucias del yo tampoco nos ahorran un destino peor: la insensatez de vivir sin tener presente este estigma humano. Entre estos dos limites tendríamos que saber modular nuestra vida sin dejarnos arrastrar por la hipocondría del ello ni por la necedad "inconsciente" del "yo".
La muerte es el mar inconsciente que acuna la vida. Y quizás por ello hemos adoptado el agua tanto para expresar el optimismo de la vida naciente, como el pesimismo del "ser para la muerte". "Un costado de nuestra alma nocturna -escribe Bachelard- se expresa por el mito de la muerte concebida como un viaje sobre el agua", en una especie de retorno a los mitos originarios de la creación en los que el agua jugaba un papel primordial. El mar es la madre cósmica, tierna, amorosa, protectora, pero también nuestro gran verdugo. Su infinitud nos recuerda nuestras limitaciones y nos incita al suicidio. El agua nos transporta al estadio más profundo de la conciencia humana y nos hace descubrir el vacío.
Ni la oportunidad de escribir un último fragmento de literatura necrológica y burlona como el de Leopardi: "Dejadme en paz", o el de Baudelaire: "Aquí se encuentra uno que por amar demasiado a las puercas bajó un día al reino de los topos", o anónima: "No me esperéis a cenar", nos puede reconciliar pacientemente con la idea de una eternidad de la nada. Ninguna de las brillantes observaciones de los filósofos sobre este tema, como las de Séneca -"Después de la muerte todo acaba, incluso la propia muerte"-, o Feuerbach -"La muerte es la muerte de la muerte"-, nos pueden hacer olvidar aquel mar quieto y refulgente del que hablaba Bataille. Como tampoco la intolerancia de la vida nos hace más tolerable la muerte.
El hombre no es un "ser para la muerte", sino antes que nada, "un ente contra la muerte", pese a que para luchar contra alguien se ha de reconocer su existencia, y también es muy conveniente sopesar bien su poder sin envidiarlo.
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