La parra y la higuera
D. Bartolomé Gordillo vio la luz por primera vez en Buenos Aires allá por el mes de enero de 1862. Nunca esta metáfora inevitable en las biografías estuvo más justificada que en el presente caso, pues D. Bartolomé nació de día, en el mes más luminoso de Buenos Aires, y en una casa como las de aquel tiempo, visitada constantemente por el sol: diez habitaciones corridas, con dos patios, el último de los cuales sombreado por la parra tradicional y, al fondo, junto con los granados y la frondosa magnolia, la higuera familiar. ¡La parra y la higuera! Como las hadas tutelares de los cuentos de niños, se habían inclinado sobre su cuna y murmurado, al soplo de la brisa vespertina, bendiciones y promesas. Para los padres —pareja romántica de ceñida levita y pomposo miriñaque— aquella agitación de las hojas sobre la cabecita rubia de su primer hijo no significó otra cosa sino que había empezado a levantarse el viento.
—Hay que entrar la cuna —dijo el padre—, empieza la fresca.[1]
—¡Desideria! —gritó la señora, abandonando la mecedora.
Vino la mulata y entre ambas llevaron la pesada cunita desde donde el niño sonreía a los pesados racimos pintones.
Desde aquella su primera salida al patio, el pequeño Bartolomé tuvo dos madrinas ignoradas, dos deidades benévolas que velaron por él con misteriosa fidelidad. De niño, sus frutos le hicieron conocer la inquietud del deseo, la dicha efímera del goce. De joven, su sombra alivió su cabeza trastornada por la declinación de los casos latinos y las miradas profundas de las bellas porteñas. De hombre...
Los frutos prodigiosos
...de hombre D. Bartolomé Gordillo no tuvo más apoyo en la existencia que su parra y su higuera. No quiere decir esto que, como los paisanos de los cuentos de don Lucas Córdoba, haya pasado su vida a la sombra de la una o apoyado en el tronco de la otra, alimentándose parsimoniosamente de sus frutos, sino que gracias a sus brevas famosas y a la perfección de sus dorados racimos logró la consideración de sus jefes, la simpatía de sus vecinos y la asiduidad de unos parientes lejanos cuyos sentimientos familiares parecían agudizarse con la entrada del otoño.
El cólera del '78[2] le había arrebatado a sus padres y huérfano a los dieciséis años sin otra compañía en el viejo caserón que la de una tía solterona, comenzó su vida consciente, desprovisto de ayuda, protección y consejo. Tímido, humilde, vestido siempre por su tía a la moda del año 60, el joven Bartolomé Gordillo pasó su primera mocedad transportando cartas de recomendación de unos personajes a otros, sin alcanzar jamás el empleo prometido. Hasta que un día, la vieja solterona tuvo la genial idea de acompañar la milésima carta obtenida con una bandeja de brevas y, ¡oh prodigio!, el nombramiento apareció a la semana siguiente.
El secreto del éxito
Después de este prodigioso resultado, D. Bartolomé Gordillo colgó para siempre la levita de rigor con que acompañaba a misa a su tía y hacía sus inveteradas visitas de postulante, y vistió, también para siempre, la chaquetilla de alpaca del empleado nacional. Pero la vistió con cierta seguridad, con la supersticiosa confianza de los que poseen un talismán: D. Bartolomé confiaba en sus higos.
Cuando llegaba la estación empezaba a distribuirlos por riguroso orden jerárquico. Desde el ministro hasta el superior inmediato, todos los funcionarios de la repartición conocieron, una vez por año, el placer de saborear sus brevas rojas y azucaradas, las más tempranas y dulces en todo el barrio del Alto. Cuando no, eran los racimos dorados en los que venía apresada la luz de las tardes otoñales.
De este diezmo anual no se hablaba nunca abiertamente en la oficina. Solamente, hacia el fin del verano, solía ocurrir que, inclinándose sobre la mesa, su jefe le preguntase:
—¿Y, Gordillo, cómo anda eso?
—Pintando, D. Roque.[3]
El asedio al solar
A la sombra de la higuera D. Bartolomé fue cumpliendo una discreta carrera administrativa. Con el andar de los años había ido quedándose sin parientes ni amigos. La tía solterona murió poco después del primer ascenso; los parientes habían ido “desapareciendo” y la descendencia se desparramó; los viejos vecinos, tras la intendencia de D. Torcuato, habían dejado sus casas y, uno después del otro, se mudaron a los nuevos barrios del norte. D. Bartolomé quedó como único testigo del pasado señorial de aquella calle en que habían vivido los virreyes, los generales de la Independencia y los ministros de la Federación. Pero cuando le preguntaban si vivía solo replicaba con perfecta sinceridad:
—No, tengo una parra y una higuera.
Las dos hamadríades seguían influyendo favorablemente en el destino burocrático y en la consideración del “viejo Gordillo” y éste les devolvía el favor con sus cuidados asiduos y una lealtad a toda prueba.
Por ellas rehusó vender su casa todas las veces que se lo propusieron, y se lo propusieron muchas veces. Desde la presidencia de Juárez hasta la de Alvear, en todos los períodos de alza de la propiedad, los comisionistas y especuladores intentaron vanamente convencerlo con el ofrecimiento de cantidades siempre crecientes, pero D. Bartolomé sonreía y movía la cabeza.
Fue así como el viejo solar de los Gordillo quedó enclavado en pleno centro, como un residuo olvidado de tiempos idos. Al trasponer su umbral uno retrocedía tres largos cuartos de siglo.
Las últimas hamadríades
No pudiendo vencerlo de frente, el progreso lo fue cercando con astucia. Primero fue una enorme casa de departamentos que, elevándose por los fondos, privó de la primera luz de la mañana a su pequeña huerta. Ese año las brevas fueron más menudas y maduraron con retraso. Después, por el costado del Norte, elevado edificio de oficinas levantó sus paredes lisas que asombraron el jardín y los dos patios al pasar el mediodía. Esta vez la parra se secó y las brevas fueron escasas. Por último, en la acera de enfrente comenzó a levantarse un gran cinematógrafo que le cortó la última luz del crepúsculo, aunque, irónica compensación, lo inundaba, por la noche, con los reflejos rojizos de sus anuncios luminosos.
D. Bartolomé Gordillo fue secándose junto con su higuera. El pasado verano, desde una de las ventanas altas de la vecina casa de departamentos, aún podía vérselo, sentado frente a ella, espiando con ansiedad los últimos signos de la vida de su árbol tutelar. Los dos ancianos murieron juntos al final de la estación.
Hoy el solar se halla abandonado y los orgullosos edificios que lo rodean ignoran que han matado —asfixiándolas como en una mazmorra— a las últimas hamadríades de Buenos Aires.
De Campanarios y rascacielos
[1] La hora en que refresca.
[2] Temible epidemia que en 1878 azotó a la población de Buenos Aires.
[3] Se va concretando.
Arturo Cancela (1892-1957) ocupa un lugar de privilegio entre los humoristas argentinos. Ironía, parodia, sátira, pero sobre todo humor fueron los modos de registrar la hipocresía, el engolamiento, la improvisación de la vida nacional. Tres relatos porteños en 1922. Publicó más tarde El burro de Maruf (1925), ensayos; Film porteño (1933), su más ácida sátira política, y dos novelas: La mujer de Lot (1939) y esta Historia funambulesca del profesor Landormy, aparecida en 1944. En ella pone la mira en esos "visitantes ilustres", extranjeros ejemplares bien dispuestos a desentrañar el destino del país y las modalidades del ser nacional, que arribaron a Buenos Aires entre el Centenario y la presidencia de Alvear: Anatole France, Clemenceau, el conde de Keyserling... Cancela introduce al "ilustre" Abel Dubois Landormy, cuyas peripecias sostienen una de las más interesantes novelas argentinas.
Eduardo Wilde, Roberto Gache, Enrique Méndez Calzada, Enrique Loncán comparten con Arturo Cancela la tarea de contemplar con humor al mundo porteño entre fines del siglo XIX y las primeras décadas de éste. Como ellos, Arturo Cancela fue periodista. En las páginas de los diarios fue destilando su humor agudo, rápido en recoger el episodio, la manía, los caracteres, que definían al hombre de su tiempo, apoyado en una filada percepción y en una vasta cultura, casi erudición lisa y llana, pero también en lecturas de Voltaire, de Swift, de Chesterton, de Alphonse Allais...
Cuando ya ha superado la treintena -Cancela nació en 1892- parece decidirse a reunir unos pocos relatos en libro: en 1922 se edita Tres relatos porteños, que obtiene el Premio Municipal de Literatura y un notable éxito de público. Éxito sostenido no solo por su capacidad de satirizar zonas críticas de la realidad de entonces sino también por sus indudables dotes narrativas que merecerían hoy una nueva consideración de su obra.
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